martes, diciembre 2, 2025
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Editoriales

El precio social de crecer

Hay una realidad que uno termina aprendiendo a golpes: mientras más avances, más gente se irá cayendo por el camino. No porque hayas cambiado, sino porque tu progreso les resulta intolerable. En sociedades donde el éxito se interpreta como una provocación y no como un mérito, mejorar es casi un acto subversivo. Aquí la envidia no es un defecto: es una brújula social.

El ascenso personal funciona como una radiografía moral: expone inseguridades, revela frustraciones, y desnuda esa pulsión colectiva de aceptar el bienestar ajeno solo si no supera el propio. La gente te quiere bien… siempre que no te vaya demasiado bien. Una vez cruzas ese umbral invisible, la simpatía se vuelve distancia, y la distancia, resentimiento.

De ahí la frialdad repentina de amistades que antes celebraban tus pequeños triunfos; el silencio calculado de colegas que solo te aplauden cuando no representas competencia; o la familia que te apoya mientras no rompas los techos que ellos nunca se atrevieron a tocar. No es personal: es estructural. El éxito es el espejo más cruel.

Pero esta es la parte que no se dice: crecer también depura. El camino se despeja, no porque seas mejor, sino porque muchos no soportan caminar al lado de alguien que avanza sin pedir permiso. Y esa limpieza duele, pero ordena. Te obliga a soltar lastre emocional y a entender que la validación social es el recurso más volátil.

Así que acostúmbrate. A que tu crecimiento incomode. A que tu esfuerzo se lea como arrogancia. A que tu constancia desnude la pereza ajena. En un entorno donde la mediocridad se protege en manada, quien decide subir inevitablemente se queda más solo.

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