¿Estamos frente a gobiernos que realmente combaten la corrupción, o simplemente evitan que se note? La pregunta no es menor. En tiempos donde la narrativa lo es todo, pareciera que el objetivo no es limpiar la casa, sino asegurarse de que nadie mire debajo de la alfombra. ¿Es corrupción si nadie lo denuncia? ¿Es menos grave si no sale en los medios? ¿Vale más la reputación del gobierno que la salud de las instituciones?
Cuando una denuncia aparece, la reacción oficial suele ser veloz… pero no para investigar, sino para controlar el daño. Se niega, se descalifica, se redirige la atención. Se trata al escándalo como el enemigo, no a la corrupción que lo originó. La prioridad es que el caso no se viralice, que no se manche la imagen, que no afecte las encuestas. Entonces, ¿qué se combate en realidad? ¿El delito o su visibilidad? ¿La injusticia o la incomodidad política?
Es cada vez más común ver discursos que repiten “no somos iguales”, mientras encubren a los cercanos. Se defiende la integridad mientras se hostiga al periodista. Se promete transparencia mientras se oculta información. El discurso anticorrupción se dice con voz firme, pero se actúa con manos temblorosas. ¿Y si la verdadera política pública no es ética, sino mediática? ¿Y si lo que se mide no es la reducción de la corrupción, sino el manejo de la percepción?
Un gobierno anticorrupción acepta el costo de investigar a los suyos. Un gobierno antiescándalo, en cambio, solo busca que nadie se entere. Y en ese modelo, el mayor pecado no es robar, sino que se sepa. La pregunta sigue flotando: ¿queremos gobiernos que limpien el sistema o solo que maquillen su apariencia? ¿Estamos exigiendo rendición de cuentas o apenas una buena estrategia de comunicación? La diferencia entre uno y otro modelo no es semántica, es estructural. Y, como sociedad, no podemos darnos el lujo de confundirlos.
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