La República Dominicana necesita hacer un acto de honestidad pública: este país no sufre por falta de ideas, sino por falta de continuidad. No nos hunde la ausencia de planes, sino la incapacidad de sostenerlos. Aquí cada administración llega decidida a demostrar que “lo suyo” es distinto, aunque ese afán implique desbaratar avances, retrasar procesos y reinventar lo que ya estaba pensado. Esa obsesión por gobernar desde cero es el cáncer que impide que la nación madure.
Es urgente cambiar el chip: pasar de políticas de gobierno —frágiles, cortoplacistas, sometidas al vaivén electoral— a políticas de Estado, con visión, estructura, mecanismos y objetivos que se mantengan sin importar quién esté en el Palacio. Esa es la diferencia entre un país que se administra y un país que se proyecta.
El caso haitiano demuestra por qué este cambio es inaplazable. No puede haber un enfoque migratorio cada vez que cambia el gabinete. No puede existir una política fronteriza que dependa de encuestas. No puede haber una estrategia de seguridad nacional que se reinicie con cada discurso de campaña. Cuando un país vive así, condenado al borrón y cuenta nueva, lo que cambia no es la política: es la seriedad.
Convertir este tema en política de Estado no es un lujo. Es un deber. Significa acordar una línea continua, técnica, firme y basada en intereses nacionales, no partidarios. Significa construir instituciones que resistan el capricho político. Significa elevar la gestión pública al nivel que exige nuestra realidad geográfica e histórica.
Si queremos un país capaz de mirar a diez, veinte, treinta años, tenemos que hacer el salto. O seguimos atrapados en la rueda del gobierno de turno… o empezamos, de una vez, a actuar como un Estado.
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
Todo lo vemos, por eso vinimos aquí para contarlo.


