República Dominicana no tiene política científica. Aquí, la palabra “investigación” suena a gasto, no a estrategia. Mientras tanto, otros países —los que entendieron que el conocimiento es poder— ya convirtieron sus universidades en fábricas de patentes, curas y tecnología.
Israel financia ideas que parecen imposibles y termina exportando tecnología militar, médica y digital. Corea del Sur apostó por sus ingenieros y hoy vende innovación a precio de oro. Alemania hizo del conocimiento una industria: sus institutos Fraunhofer licencian inventos nacidos de fondos públicos. Chile entendió la jugada y, con CORFO, convirtió la inversión estatal en semillero de startups. Todos estos países apostaron a lo mismo: la mente de su gente.
Y nosotros, ¿qué hacemos? Exportamos talento y aplaudimos desde lejos cuando un dominicano brilla en laboratorios ajenos. Aquí no hay un fondo soberano de innovación, ni una ley que vincule al Estado con las universidades para generar conocimiento con valor comercial. Seguimos creyendo que la ciencia no deja dinero, cuando justamente es lo que más genera.
El Estado podría ser socio silencioso del talento nacional: invertir, exigir resultados, y compartir beneficios cuando surjan patentes o curas. Pero para eso hace falta una visión de país, no de campaña.
No hay mejor carta de presentación que una patente dominicana, ni mejor símbolo de progreso que una cura creada aquí. El talento está; lo que falta es decisión política. Porque mientras otros países monetizan la inteligencia, nosotros seguimos hipotecando la nuestra al olvido.
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