Vivimos en un país donde el reloj corre distinto. No porque el tiempo tenga otro ritmo, sino porque la cultura ha adoptado la inmediatez como estilo de vida. En la República Dominicana, cada vez es más común ver jóvenes que aspiran a alcanzar en meses lo que generaciones anteriores lograron en décadas. El éxito ya no se mide en constancia ni profundidad, sino en likes, lujos aparentes y resultados instantáneos. El proceso, ese camino largo y muchas veces invisible, ha perdido valor frente a la urgencia de “llegar” rápido, cueste lo que cueste.
Pero esta mentalidad no es exclusiva de la juventud. La política ha sido absorbida por el mismo fenómeno. Muchos funcionarios trabajan pensando en la foto de mañana, no en el futuro del país. Las obras que no se ven no se hacen. Los proyectos que dan frutos a largo plazo no reciben presupuesto. Lo que no luce en redes o en vallas, simplemente no importa. Gobernar se ha vuelto un acto de campaña permanente, más preocupado por el impacto mediático que por el legado estructural.
Esta cultura de la inmediatez no solo frena el desarrollo: lo deforma. Porque cuando todo se quiere ahora, se construye sin bases, se improvisa, se engaña. Se sacrifica el bosque por una flor. Y así, mientras se glorifica el ascenso relámpago, se desprecia la paciencia, el aprendizaje y el sacrificio. Nadie quiere sembrar, todos quieren cosechar.
La pregunta es si estamos dispuestos a vivir del “ahora” sin pensar en el después. Porque un país no se levanta con aplausos fugaces ni promesas vacías. Se levanta con visión, con tiempo y, sobre todo, con la madurez de entender que lo que realmente vale no llega de la noche a la mañana.
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
Todo lo vemos, por eso vinimos aquí para contarlo.