En la República Dominicana, pocos cambios son tan visibles —y tan decepcionantes— como el de un político al pisar el aire acondicionado de su despacho ministerial. Basta que el chofer le abra la puerta, que el primer lambón le diga "licenciado", para que olvide de dónde vino y a quién se debe. El hambre ajena deja de dolerle. La urgencia del pueblo se vuelve un tema de discursos, no de acción.
Esa es la tragedia silenciosa de nuestra clase política —sin importar el partido—: que se acostumbra rápido al confort y se desconecta del país real. Mientras cientos de miles de dominicanos se levantan cada día pensando cómo conseguir el desayuno de sus hijos, los que juraron servirlos están ocupados con prebendas, viajes, lujos, asesores innecesarios y privilegios que los aíslan.
Nadie pide que vivan en la miseria, pero sí que recuerden que su cargo es un servicio, no un ascenso social. No están para hacer negocios ni para rodearse de aduladores, sino para resolver lo que duele en los barrios, en los campos, en las aceras calientes de quienes esperan años por agua, empleo o una medicina. Pero el que está lleno no piensa en el que tiene hambre. Y algunos de nuestros funcionarios hace rato que se saciaron.
Cuando el poder anestesia la empatía, cuando se pierde la capacidad de indignarse por la injusticia, el político se convierte en cómplice del abandono. Y eso es lo que estamos viendo: una política donde los gestos importan más que los resultados, y donde servir al otro fue reemplazado por servirse a sí mismo.
El verdadero liderazgo no se mide en comitivas ni en helicópteros. Se mide en cuánto baja uno la cabeza para escuchar al que no tiene voz. Pero para eso hay que recordar el hambre. Y eso, algunos, ya lo olvidaron.
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