El dilema del prisionero está por volver a escena en el país. Los expedientes se mueven, los rumores se filtran y los amigos comienzan a hablar en pasado. En este país, la fidelidad dura lo que tarda un fiscal en ofrecer un acuerdo. Y el silencio, ese lujo de los poderosos, se paga cada vez más caro.
Nadie confía en nadie, y con razón. Los mismos que compartieron secretos, campañas o negocios saben que el otro está haciendo llamadas. En política, como en prisión, la lealtad no existe: solo el miedo a ser el primero en caer. Y cuando ese miedo se hace colectivo, el coro se rompe, cada voz busca salvar su parte, y la verdad deja de importar.
El dilema del prisionero no es un juego, es la ley natural de un sistema donde todos se espían, todos se deben algo y todos tienen demasiado que perder. Por eso los casos que vienen no serán juicios, sino ajustes de cuentas. No ganará quien sea inocente, sino quien hable a tiempo.
El país lo ha visto antes: traiciones que se venden como redenciones, confesiones que se disfrazan de valentía. En el fondo, todos son prisioneros, pero solo unos pocos entienden la regla del juego: el primero que habla no delata, se libera.
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