Vivimos en una sociedad donde el brillo importa más que la verdad. En la República Dominicana, el éxito se mide por la apariencia: el carro, la ropa, los viajes, el restaurante caro. No importa cómo se obtuvo, basta con que deslumbre. Hemos construido una cultura que aplaude el poder y el dinero sin preguntarse de dónde vienen, y en ese proceso, el trabajo digno ha pasado a ser objeto de burla. El que madruga para ganarse un sueldo honesto es visto como un “pariguayo”; el que presume lujos sin explicación, como un “tigre”.
Pero no todo lo que brilla es oro. Muchas veces, detrás de esas luces se esconden delitos, fraudes, narcotráfico, corrupción y destrucción social. Historias construidas sobre el dolor de otros, sobre estafas, sobre vidas truncadas. Y aunque por un tiempo logren engañar, tarde o temprano se derrumban. Porque lo que se levanta sobre la mentira no se sostiene: cae, y cae con estruendo.
Mientras tanto, seguimos rindiendo culto al falso éxito y desdeñando al que progresa con esfuerzo. Es una inversión de valores peligrosa: premiamos al tramposo y castigamos al honesto. Y así, el país se vuelve terreno fértil para la impunidad, donde la ética es opcional y la dignidad no renta.
Es hora de cambiar el enfoque. De volver a mirar con respeto al que trabaja con decencia, aunque no tenga lujos que exhibir. De entender que lo verdadero no necesita brillar para valer. Porque si seguimos exaltando a quienes lo tienen “todo” sin merecerlo, corremos el riesgo de perder lo más importante: el alma de una sociedad justa.
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