Hay que sacar la basura a tiempo. En política, como en cualquier hogar, dejar que la basura se acumule no solo genera mal olor: atrae plagas, degrada el ambiente y termina afectando a quienes sí cuidan la casa. El Estado no es distinto. Cuando un gobierno identifica a un funcionario incapaz o corrupto, no puede darse el lujo de dejarlo “reposar” en el cargo mientras las cosas se resuelven solas. Porque no se resuelven. Se pudren.
En cada administración conviven dos bandos: los que llegan para servir y los que llegan para servirse. Los primeros apuestan a transformar, a administrar con transparencia, a dejar un legado. Los segundos creen que el poder es una beca, un botín. Y cuando esos últimos permanecen demasiado tiempo sin consecuencias, contaminan, arrastran y desgastan a los buenos. La indecisión y el cálculo político son el caldo que permite que la mediocridad florezca.
El verdadero liderazgo no teme cortar la fruta dañada antes de que infecte el resto del cesto. La confianza pública se erosiona cuando el ciudadano ve que la basura se acumula sin que nadie la saque. Y cuando el olor se vuelve insoportable, ya es tarde: la reputación, el proyecto y hasta la credibilidad de los que hacen las cosas bien terminan manchados.
Gobernar también es limpiar. No por castigo, sino por higiene democrática. Porque un Estado que tolera la peste termina por oler igual.
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