Durante años, muchos han sostenido la idea de que los medios de comunicación tienen poder simplemente por existir, como si sus dueños se colocaran automáticamente por encima de la verdad, de la opinión pública o del juicio colectivo. Pero esa narrativa olvida un principio esencial: ningún medio tiene poder sin audiencia.
Los medios no influyen porque imprimen papel o generan transmisiones; influyen porque hay gente que los ve, los escucha, los comparte, les cree. Es la audiencia —no el medio en sí— la que sostiene, legitima y amplifica su poder. Basta con que esa confianza se erosione para que el medio, por grande que sea, se desplome en relevancia. No hay inversión millonaria que sustituya la credibilidad perdida.
En ese sentido, el poder mediático es un poder prestado, efímero, frágil. Hoy se consume un titular; mañana, se deja de sintonizar. Y en esta era de redes sociales, donde cada ciudadano puede convertirse en emisor, ese poder es aún más volátil. Los grandes medios ya no tienen el monopolio de la información. Lo que les queda es la relación con su audiencia, y esa relación es profundamente condicionada por la confianza.
Creer que el medio es poderoso porque sí, es como decir que un micrófono da voz aunque nadie esté escuchando. El verdadero poder lo tiene la audiencia: la que premia con atención o castiga con silencio. La que cree o deja de creer. Y cuando esa audiencia se retira, el poder desaparece, tan rápido como un canal que se cambia.
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