La propuesta de regular los medios digitales mediante un consejo dominado por representantes de los medios tradicionales no es más que una patada de ahogado. Es el reflejo de un sistema mediático que ve venir su ocaso y, en lugar de adaptarse, intenta arrastrar a los nuevos actores hacia su naufragio.
Durante décadas, los grandes medios concentraron poder, recursos y narrativa. Pero la era digital cambió las reglas: hoy, la credibilidad se mide en interacción, no en papel; el liderazgo, en audiencia, no en antigüedad. Pretender que quienes no entendieron la transformación sean los encargados de regularla es tan absurdo como dejar que un tren de vapor dicte las normas de la aviación.
Esta medida no es una defensa de la ética ni del periodismo. Es un intento desesperado por frenar la sucesión inevitable: los medios digitales, diversos y descentralizados, están desplazando a estructuras envejecidas, ancladas en intereses empresariales y políticos. El público lo sabe. La audiencia se ha ido. El poder real ya cambió de manos.
Que ahora se proponga legislar desde arriba, con tono paternalista, sobre quienes han ganado legítimamente su espacio desde abajo, revela miedo, no visión. Miedo a perder el control de la opinión pública. Miedo a que la narrativa ya no pase por las redacciones que antes decidían qué era noticia.
Regular es necesario, sí, pero con criterios técnicos, democráticos y con voces independientes. No con guardianes del viejo orden disfrazados de árbitros. Porque si la intención fuera mejorar la calidad del ecosistema digital, el enfoque no sería excluir ni censurar, sino formar, transparentar y dialogar.
La audiencia ya no necesita intermediarios para informarse. El poder comunicativo cambió de dueño. Y cuando un modelo intenta sobrevivir por decreto, lo único que logra es hacer más evidente su decadencia.
¿Quieren salvar al periodismo? Que comiencen por dejarlo evolucionar.
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