Un gobierno son tres navidades. Con suerte, siete. Parece mucho desde afuera, pero adentro se va volando. Entre actos, crisis, ruedas de prensa y decisiones mal explicadas, el tiempo en el poder se escapa sin que te des cuenta. Por eso, un buen político no debe gobernar solo para hoy. Debe hacerlo, sobre todo, pensando en el día en que ya no esté.
Gobernar es administrar lo que es de todos con responsabilidad, no con vanidad. Es usar el poder como herramienta, no como escudo. Y sobre todo, es dejar huellas que no duelan. Porque después del último decreto, del último discurso, de la última ovación obligada, llega el día más importante: el día en que se vuelve a ser ciudadano.
Ese día no hay escoltas ni cámaras. Solo queda la memoria colectiva. Y ahí se ve si la gestión fue decente o vergonzosa. Si te saludan con respeto o con rabia. Si puedes caminar tranquilo por el malecón, entrar a un restaurante sin temor a los reclamos, o si tienes que esconderte detrás de la nostalgia y los privilegios pasados.
Gobernar bien es pensar en eso. En sembrar confianza. En trabajar con transparencia y eficiencia, no porque convenga, sino porque es lo correcto. Porque el juicio más duro no es el de las urnas, es el de la calle. Y no hay campaña ni propaganda que borre una gestión mediocre, abusiva o corrupta.
Muchos creen que el poder es un premio. Pero no: es una prueba. Y no se trata de cuánto tiempo lo tuviste, sino de cómo usaste cada minuto. El éxito no es reelegirse. El verdadero triunfo es salir del poder sin tener que esconderse. Con la conciencia tranquila y la frente en alto.
Porque al final, lo único que debe quedar pendiente… es la cuenta del café.
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