En política, como en la cocina, importa quién tiene la sartén por el mango. Y hoy, aunque algunos parezcan olvidarlo, el único que puede mover el fuego, decidir el menú y servir el plato final es el presidente de la República. Hasta el último día de su mandato, es él —y solo él— quien dirige los tiempos, los gestos y los acuerdos.
La efervescencia preelectoral no da licencias para el desorden. Que nadie se confunda: las aspiraciones presidenciales son legítimas, incluso necesarias para la salud de la democracia. Pero cuando esas aspiraciones se ejercen de espaldas a la misión gubernamental que aún está en curso, dejan de ser proyectos y se convierten en obstáculos. Los funcionarios no están para distraer al gobierno, están para fortalecerlo. Y quienes hoy se proyectan al 2028 deben primero rendir cuentas de su compromiso con el 2025.
No hay transición sin respeto. No hay relevo sin respaldo. La carrera presidencial comienza con disciplina, no con rebeldía. Porque mientras el presidente siga en funciones, sigue siendo el centro del poder político real, el eje de decisiones, el portador de la visión que se prometió al país. Todo lo demás es anticipación vacía.
Al final del día, el fuego sigue encendido, pero el que cocina es uno solo. Y a los demás, por más apetito que tengan, les toca acompañar, no arrebatar. Porque el sartén —ese símbolo silencioso del poder— aún no ha cambiado de mano. Y sería bueno que todos lo tuvieran claro.
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