En República Dominicana, hablar de libre competencia suena cada vez más a consigna vacía. Porque la verdad incómoda es esta: no todos juegan en la misma cancha. Mientras unos deben competir con esfuerzo, talento y servicio, otros simplemente enseñan una tarjeta, hacen una llamada o se escudan en influencias bien ubicadas. Así no se construye país. Así se perpetúa el atraso.
El gobierno —cualquiera que sea— tiene una responsabilidad indelegable: garantizar que las reglas del juego apliquen para todos. Cuando el Estado actúa como árbitro parcial, inclinando la balanza a favor de sus cercanos, no solo traiciona su rol, sino que sabotea el futuro. Porque donde manda la cuña, se ahoga la competencia. Y donde decide el poder, muere el mérito.
Esto no es teoría. Se ve en las licitaciones hechas a la medida. En los permisos que unos consiguen en días y otros nunca. En los subsidios que huelen a favor político más que a política pública. Y el resultado es siempre el mismo: gana quien no debería, pierde el que trabaja, y el consumidor paga la factura.
Una economía sana necesita reglas claras, estables y parejas. Que gane el mejor producto, no el mejor contacto. Que decida el cliente, no el padrino. Que el éxito no sea cuestión de relaciones, sino de resultados.
No pedimos milagros. Pedimos algo elemental: piso parejo. Porque el futuro no se construye con favoritismos, sino con instituciones que hagan lo justo, aunque incomode. Que el gobierno deje de ser parte del problema, y empiece, de una vez por todas, a ser parte de la solución.
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