En un hogar repleto de niñas, mi madre imponía un riguroso código de conducta que debía seguirse al pie de la letra: una joven "de buena cuna" nunca, NUNCA… (en este momento, con un leve tono agudo en la voz, levantaba el dedo índice y fruncía el ceño):
- No subirse en la parte trasera de una moto.
- No sentarse en una barra.
- No beber cerveza directamente de la botella.
Luego, seguía una extensa lista de "prohibiciones secundarias" que incluían, entre otras cosas, no ser vista con el cabello enrollado o en la calle (si llevaba una redecilla empeoraba la situación); salir con poca ropa, hablar mal de ex novios (por si luego se reconcilian y hay que pedir disculpas a la suegra) y asistir a la iglesia con los brazos descubiertos, el escote pronunciado y la falda corta…
Ahora, con 40 años cumplidos, puedo admitir que, de la lista anterior, me considero culpable de casi todas las faltas, excepto una, hasta hace poco.
Aceptando la invitación de unos solidarios compañeros de trabajo, desayuné con elegancia y un chorrito de "cachú" en Barra Payán, en la "única" de la 30 de marzo.
No esperé en el coche a que un camarero con una calculadora en la cabeza viniera a atenderme. No, esta vez quise experimentar todo aquello que mi madre, con su particular manual de buenas costumbres para "señoritas de buena familia", prohibía.
Una hermosa mañana de viernes, a las 8:00 a.m., llegamos. Yo entré con seguridad y como quien tiene experiencia en esos entornos de barrio. Una reluciente barra y miradas hambrientas me recibieron.
Se percibía un aire de expectación en el ambiente: los pedidos de sándwiches y batidos se sucedían sin parar. Nadie tomaba nota, pero ningún pedido salía incompleto.
El caballero con traje y corbata conversaba sobre el último escándalo político con el trabajador que iniciaba su jornada. La diferencia de clase social era irrelevante (¡y el escándalo también!) ante el sorbo pausado de una "lechosa K" y los bocados de un "completo".
Aunque los sándwiches tengan el mismo sabor con 50 años de intervalo, la modernidad también ha llegado a la Payán: ofrecen servicio de Wi-Fi, aunque (por ahora) no acepten tarjetas de crédito.
Sinceramente, no veo la necesidad, ya que debe ser el único lugar decente en la capital donde una familia puede saciar su hambre con menos de 500 pesos sin recurrir a comida chatarra. Puedo asegurar que el pollo es auténtico y el queso se puede ver, oler y saborear.
Los minutos pasaban y, de vez en cuando, alguien se impacientaba esperando su pedido. Las jóvenes detrás de la barra, con redecilla en la cabeza (perdón, mamá), acostumbradas a los exabruptos del hambre, asentían y seguían con una precisión que solo proporciona la práctica constante.
Los demás, disfrutando de un pan siempre calentito y tierno, pasaban por alto esa falta de consideración porque el jugo se enfría.
Llegó el momento de pagar… la joven calculó mentalmente la cuenta y me sorprendí. 130 pesos dominicanos por un sándwich delicioso, un jugo natural con leche y una abundante comida que me duraría hasta la noche.
Dile a mamá, la inigualable doña Himilce, que he completado la lista de los prohibidos. Las 412 reglas condensadas en un espacio, sin dibujos ni adornos, me llevaron hasta aquí con pocos contratiempos y se lo agradezco. Pero sí, volveré a la Barra Payán… ¡volveré!
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Cuaresma y habichuelas con dulce
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