Dos personas muertas. ¿La causa? Una discusión por el turno para echar gasolina en una estación de Villa Mella. Como si el combustible fuera más valioso que la existencia. Como si la vida humana se hubiese reducido a una chispa que se apaga por un arranque de ira.
Nos estamos matando por parqueos, por toques de bocina, por roces de retrovisor. Nos matamos en las filas, en los tapones, en las esquinas. Cada día parece más fácil sacar un arma que sacar paciencia. Cada ofensa se convierte en amenaza, cada diferencia en campo de batalla.
No hay desacuerdo que no termine en gritos, no hay roce que no escale a violencia. Vivimos con el alma crispada, como si estuviéramos a una palabra de estallar. Y mientras tanto, las morgues siguen llenándose de cuerpos que no tenían que morir.
¿En qué momento confundimos dignidad con orgullo herido? ¿Por qué preferimos tener la razón aunque eso signifique destruir una vida –o perder la nuestra?
Es urgente reencontrarnos con la paz. No la paz de los discursos, sino la que empieza en el volante, en la fila, en la calle. La que nos hace respirar profundo antes de responder, la que nos recuerda que no todo se enfrenta, que no todo se pelea.
Si alguien te ofende, deja pasar. No discutas. Que no sea por un turno, por una bocina, por un comentario fuera de lugar que se apague otra vida. Que no seamos nosotros quienes olvidemos que vivir vale más que tener razón.
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