En un país donde el tiempo se diluye entre promesas, excusas y comisiones, urge una política clara: un año y pa’ fuera. Si un funcionario no logra mostrar resultados tangibles, medibles y verificables en doce meses, no merece seguir al frente de una institución pública. La paciencia administrativa no puede seguir siendo el escondite de la incompetencia.
No se trata de improvisar ni de castigar procesos largos, sino de establecer una cultura de gestión basada en metas concretas. ¿Mejoró el servicio? ¿Se redujeron los tiempos de respuesta? ¿Se optimizó el presupuesto? ¿Se combatió la corrupción interna? Si no hay indicadores que respondan positivamente, el puesto debe rotar. Ya no podemos seguir tolerando a funcionarios que se pasan el año cortando cintas, dando entrevistas y subiendo fotos, pero sin una sola política efectiva que transforme realidades.
El Estado no es una incubadora de figuras públicas, ni un premio de consolación para compañeros de partido. Es una estructura que debe operar con eficiencia, y eso solo se logra premiando el rendimiento y no el amiguismo. En la empresa privada, el que no cumple metas es despedido. En lo público, a veces hasta lo ascienden.
Por eso, un año y pa’ fuera no es una amenaza, es una promesa de renovación permanente. Un compromiso con el mérito, con el servicio y con los ciudadanos. Porque si un funcionario necesita más de un año para demostrar que está haciendo algo, entonces lo que está haciendo es estorbar.
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