martes, junio 17, 2025
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Editoriales

De la yipeta a la soberbia

En este país, hay algo casi mágico en recibir un nombramiento público: basta que al funcionario le asignen un chofer y una yipeta para que se le olvide de dónde vino. Al día siguiente, ya camina distinto, ya habla en plural: “estamos haciendo”, “hemos dispuesto”. De pronto, el que no encontraba parqueo en la institución ahora no toca puertas: las abre sin pedir permiso.

El ego, en la función pública dominicana, es una pandemia sin vacuna. Se infiltra en la ropa planchada, en las reuniones con aire acondicionado, en las agendas llenas de nada. Y lo más trágico: el ego hace que se dejen de ver. Ya no ven al pueblo. Ya no ven al mensajero que espera, al campesino que pregunta, al periodista que incomoda. Solo se ven a sí mismos, reflejados en sus redes, en sus slogans, en sus propios delirios.

Los cargos no son eternos, pero el ego se comporta como si lo fueran. Hay funcionarios que se creen indispensables, como si antes de ellos no existiera administración, y después de ellos vendrá el caos. Y es precisamente esa fantasía la que los hunde. Porque cuando llega el cambio —y siempre llega— se van sin que nadie los despida. A veces, ni los recuerdan. O peor: los recuerdan mal.

No es el sueldo ni el estrés lo que descompone al funcionario. Es la soberbia. Esa ilusión de que el poder les pertenece, de que están por encima de la crítica, de que el pueblo debe agradecerles lo mínimo. Y cuando caen, cuando el nombre aparece en un expediente o desaparece del presupuesto, descubren que estaban solos. Que los aplausos eran alquilados. Que el respeto se gana cuando se sirve, no cuando se manda.

En la administración pública no faltan talentos. Lo que escasea es humildad.

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