Aquí no tenemos primeros auxilios. Lo que tenemos es primeros en llegar… a robar. Basta con que un carro se vuelque, que un mercado se incendie, o que un camión se vire, para que empiece el operativo nacional: el del saqueo. Ni sirena, ni camilla. El que llega primero no pregunta si hay heridos; pregunta qué hay para llevarse.
Y eso, lamentablemente, no sorprende a nadie. Porque en este país, ante cualquier desgracia, lo primero que se pierde no es la vida: es la dignidad.
Hemos normalizado que al herido se le revise el bolsillo antes que el pulso. Que el fuego se apague con manos que no llevan agua, sino que cargan fundas. Y mientras tanto, los que deberían estar garantizando el orden llegan tarde, o llegan a ver qué se consigue. Porque aquí el desorden es una cultura, y la desgracia un mercado.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta que nos maten por tratar de ayudar? ¿Hasta que dejemos de socorrer por miedo a que nos roben el carro mientras cargamos un herido? ¿Hasta que el país entero se acostumbre a ver la rapiña como algo folclórico?
Nos estamos pudriendo. Y no por falta de recursos, sino por falta de vergüenza. Aquí no se reacciona a una emergencia con humanidad, sino con hambre. Y no esa que se resuelve comiendo, sino la peor: la del oportunismo, la del “yo primero”, la que se nutre de la tragedia ajena.
Esto no es necesidad. Es miseria moral. Y si no la enfrentamos, no habrá desastre natural que nos destruya más de lo que ya estamos destruidos por dentro.
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
Todo lo vemos, por eso vinimos aquí para contarlo.