Decir “se fue el sistema” en República Dominicana ya no sorprende. Es una muletilla institucional. Un suspiro resignado. Una forma elegante de encubrir el caos. Pero detrás de esas cuatro palabras se esconde una verdad más brutal: vivimos en un país sin estructura, sin red de seguridad, sin preparación alguna para lo imprevisto.
Nos hemos acostumbrado a funcionar en modo parche. A que todo dependa de que no se vaya la luz, de que no se caiga el internet, de que no falle el servidor. Y cuando falla —porque siempre falla—, no hay plan, no hay protocolo, no hay reacción. Solo la frase mágica: “se fue el sistema”, como si eso lo justificara todo.
Lo decimos cuando colapsa una clínica privada en plena emergencia, cuando un banco detiene cientos de operaciones, cuando un registro civil queda inoperante. Lo decimos con una mezcla de resignación y burla. Pero no hay nada gracioso en que un país entero no tenga capacidad de contingencia.
Ese “sistema” que siempre se va es el reflejo de una verdad incómoda: aquí nadie piensa en el día después. No se construyen instituciones sólidas, sino fachadas funcionales. No se planifica, se improvisa. No se invierte en infraestructura crítica, se gasta en maquillaje.
¿Y lo peor? Lo estamos normalizando. Nos estamos adaptando a vivir sin garantías, sin continuidad, sin certezas.
La frase “se fue el sistema” ya no debería indignarnos solo como usuarios. Debería alarmarnos como ciudadanos. Porque si el sistema siempre se va… ¿qué es lo que queda?
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
Todo lo vemos, por eso vinimos aquí para contarlo.