En República Dominicana hay quienes viven convencidos de que todo marcha bien. Que la inseguridad es un invento, que el hambre es exageración y que la precariedad es culpa del que “no se esfuerza”. Es fácil pensarlo cuando se vive en un penthouse con planta, seguridad y doble vidrio. Desde ahí, el país duele menos. O no duele en lo absoluto.
Pero el otro país —el que no sale en las revistas de bienes raíces ni en las historias de Instagram— empieza justo detrás del muro. Literalmente. Una pared separa al Santo Domingo Country Club del barrio El Café de Herrera, donde se vive del día a día, donde una enfermedad puede ser sentencia y una deuda, una condena. Es el mismo patrón que se repite en Paraíso y Los Platanitos, en Naco y La Yuca, en Arroyo Hondo y La Puya. Sectores de élite pegados a barrios de miseria. Dos mundos que se ignoran, pero que se rozan todos los días.
El problema no es solo la desigualdad. Es la normalización de esa desconexión. La idea absurda de que se puede tener un país funcionando si más de la mitad de su gente está apenas sobreviviendo. Que mientras “a mí no me toque”, no hay urgencia. Esa mentalidad es la verdadera crisis.
Seguir en esa burbuja no solo es un acto de privilegio. Es un acto de irresponsabilidad. Porque la realidad, aunque se tape con concreto, siempre encuentra por dónde filtrarse. Y cuando lo hace, ya es tarde para decir que no sabíamos.
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