Recientemente, durante una de mis caminatas por la Plaza de la Cultura, una amiga escritora me preguntó si conocía la obra de Marosa Di Giorgio. Hasta ese momento, no le había prestado mucha atención.
Este año me sumergí en el salvajismo presente en la poesía de Marosa. Originaria de Salto, Uruguay, Di Giorgio presenta una visión impregnada de un lirismo ingenuo y sombrío que hace referencias a flores, jardines y escenas rurales cotidianas.
Sin embargo, entre estas descripciones idílicas, surgen imágenes perturbadoras, como la de un fuego similar a un montón de mariposas que llena a un hombre en el bosque con mariposas.
Obra impregnada de prosa poética
Marosa publicó más de veinte volúmenes de poesía, los cuales fueron compilados en "Papeles Salvajes", editado por Adriana Hidalgo en Buenos Aires. Además de poesía, también incursionó en relatos y novelas.
Su obra transmite un profundo lirismo y prosa poética, con referencias a sus raíces inmigrantes italianas, así como a la naturaleza, las emociones humanas y el miedo que percibía en su entorno.
Algunos rumores indican que Marosa solía dormir en cementerios y lideraba tertulias culturales en cafés de la época, siempre vinculada a la naturaleza y a los símbolos presentes en su trabajo.
Sobre el promontorio, la casa era un cascarón macabro. Tuve miedo. La fiebre me hacía delirar un poco. Me asomé a la ventana. La medianoche tenía luna. Una alta luna, entera y sombría.
Los magnolios se ilusionaban y querían estallar sus pimpollos como balas blancas. Pero, no era tiempo aún. Huían los cipreses. La luna vibraba en los cipreses. (Y yo había visto enrojecerse el bosque en el crepúsculo, enrojecerse, y lo había dado por calcinado).
Y venía olor a glicinas también, un triste olor a glicinas; había glicinas. (Yo las había visto en el crepúsculo, prendidas en su fuego lila, funerario).
La fiebre me golpeaba las sienes. Salí. La jauría estaba adormida y no me oyó. Iba descalza. La jauría no me oyó. Un agua finísima, finísima, escintilaba el pasto. En las rocas, las escarpadas rocas, innúmeras, oscuras, estaban sentadas, quietas, las mujeres de la medianoche.
Las magdalenas o las verónicas de la medianoche. Largas, finas, inclinadas, rezaban o esperaban, vestidas de interminables cabelleras. Me acerqué a una: -Magdalena, Verónica, (un nombre así).
Y bajé. Seguí bajando. Al estanque. La luna, sombría, caía de lleno sobre el agua. Junto a las espadañas, se amontonaban estremecidas, oscuras, graznantes, las ocas. Me detuve. Vi la luna queriendo sostenerse a toda costa en la punta de un ciprés. Pero, el ciprés vibró y la sacudió.
Y ella tuvo que descender, borroneada, disimulada entre los magnolios. Después, recordé al guardabosque.
Entonces, empecé a caminar hacia el sur; caminé entre los árboles del sur.
Buscaba al guardabosque.
Lo hallé en un claro, sobre una roca, inmóvil. De cobre. Había encendido un gran fuego. Yo le dije: Tuve miedo en la casona. Pero, él estaba cobrizo, dormido.
El fuego pareció un faisán intentando el vuelo. Después, una cesta de mariposas que no se atrevieran del todo a volar. Yo me acerqué al hombre y le dije de nuevo: Tenía miedo en la casona.
Pero, él no me oyó.
El fuego daba un suave perfume amargo. Habría quemado ciprés. El fuego era una canasta de mariposas. Yo tomé una astilla y saqué una mariposa colorada. La puse sobre el hombre. Saqué una mariposa verde y la posé sobre el hombre.
Y luego, otra mariposa colorada. Las mariposas revolotearon y proliferaron. El dio un grito, largo, aullado, negro. Un grito como un ciprés. Pero, la boca se le llenó de mariposas. Y el grito se le llenó de mariposas.
Y hasta el alma se le llenó de mariposas. Yo me reí; y me alejé riendo y terminé en el bosque una larga carcajada. Busqué la luna entre los árboles; pero, no estaba. Vino un viento leve, claro. Y los magnolios tuvieron el tiempo de estallar sus balas blancas. Vibraban los cipreses.
Vino un viento, claro, verde, y deshizo los árboles, que se re-construyeron enseguida.
Sentí que se enfriaban mis sienes.
Miré hacia las rocas. Ya no había nadie. Me acerqué al estanque. Las espadañas tenían ya, sus azucenas volanderas, sus azucenas oscuras como copas de vino. Las ocas volaron de entre las espadañas, rojas y rosadas. Volaban las ocas, ya rojas y rosadas.
Rodeé el estanque. Me alejé un trecho.
<
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
Todo lo vemos, por eso vinimos aquí para contarlo.