En la cultura popular dominicana hay un refrán que lo dice todo: “Aquí se pone candado después que roban”. No es solo una frase, es una manera de resumir un patrón profundamente arraigado en nuestra forma de reaccionar ante los problemas: esperar que ocurra la tragedia para entonces actuar.
Vivimos en un país donde el mantenimiento preventivo es casi un lujo y la planificación parece más un discurso de campaña que una práctica institucional. Las grietas en los puentes, las filtraciones en las escuelas, las violencias domésticas ignoradas, los negocios sin inspección estructural, los barrios sin patrullaje… todo eso lo dejamos pasar hasta que una desgracia obliga a actuar. Solo entonces los titulares explotan, las autoridades se pronuncian, y comienzan las visitas de supervisión que no se hicieron antes.
¿Y la ciudadanía? También tenemos nuestra parte. Nos acostumbramos a convivir con el riesgo. Nos quejamos, sí, pero no exigimos con la constancia que se necesita. Llenamos redes sociales con indignación, pero rara vez con vigilancia sostenida. Nos hemos resignado al ciclo de la reacción: tragedia, escándalo, olvido.
Este descuido crónico no solo refleja una falta de responsabilidad institucional. También es el espejo de una sociedad que normaliza la negligencia. Hemos convertido la improvisación en un método y la tolerancia al peligro en parte del paisaje cotidiano.
Pero no todo está perdido. Si queremos romper ese ciclo, debemos entender que la verdadera prevención no se mide por la cantidad de candados, sino por la voluntad de cerrar puertas antes de que las fuercen. Exige compromiso, inversión y una ciudadanía más activa, que no espere a contar muertos para exigir resultados.
El desarrollo no puede construirse sobre ruinas anunciadas. Las autoridades tienen el deber de anticiparse, y la gente, el deber de no conformarse. Porque mientras sigamos poniendo candado después del robo, lo único que estaremos cerrando será la puerta del progreso.
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