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Solo unos días antes de su fallecimiento el 20 de abril de 1616, Miguel de Cervantes Saavedra dicta el prólogo de su última novela, Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
En este prólogo se despide de sus lectores reconociendo que su vida llega a su fin y que su aliento lo abandona:
«Mi vida se va acabando y al paso de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida […]. Adiós gracias; adiós donaires; adiós, regocijados amigos: que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida».
Miguel de Cervantes Saavedra, príncipe de los ingenios, falleció en Madrid el viernes 22 de abril de 1616.
Sus restos fueron enterrados al día siguiente, el sábado 23, cerca de su casa, en el convento de las Trinitarias descalzas en la calle de Huertas en Madrid.
La silueta de un molino
Desde aquel abril de 1616, hemos conocido los hechos de su vida de manera fragmentada; la vida del soldado de Lepanto, del cautivo en Argel, del recaudador de tributos, del preso, del aspirante a pasar a Indias, del escritor incomparable.
A falta de más datos documentales, biógrafos y lectores han intentado descubrir al hombre entre las páginas de sus obras; sin embargo, sabemos que Cervantes es un maestro en construir un narrador que lo esconde, lo sugiere y a veces lo niega.
Con su sutil ironía, Cervantes nos ha llevado a recrear su persona casi como si fuera un personaje de sus propias novelas.
Hoy, 23 de abril, recordamos a don Miguel de Cervantes, el manco de Lepanto, cuya herida de guerra no impidió que nos regalara la novela más extraordinaria de la literatura universal.
Hoy solo queremos recordarlo a él, ese hombre que según Martín Fernández de Navarrete era un consuelo para la miseria y la pequeñez humanas.
El cielo y la tierra recibieron a Cervantes el 22 y 23 de abril de 1616 respectivamente. Pero su jugada maestra fue legarnos un libro universal que nos reconcilia con el mundo y con nosotros mismos, recordándonos la magia eterna de la lectura.
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KLK
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