En la política dominicana, la avaricia no se disfraza: se exhibe con descaro. Basta con observar cómo cada peldaño en el aparato estatal se ha convertido en una simple plataforma de despegue para aspiraciones mayores. El asistente quiere ser director, el director quiere ser ministro y el ministro sueña con la banda presidencial. No se trata de vocación de servicio, sino de una competencia feroz por acumular poder, privilegios y presupuesto.
Este fenómeno revela un sistema donde las funciones públicas han sido vaciadas de su sentido original. Ya no se persigue la eficiencia institucional ni el bienestar colectivo, sino la proyección personal. Cada cargo es una campaña en pausa, una ficha de negociación, una oportunidad para el clientelismo. Y cuando el mérito no basta, la lealtad partidaria y la adulación al jefe se convierten en atajos efectivos.
Lo más preocupante es que esta cadena de ambiciones no se sustenta en resultados, sino en relaciones. No importa si el hospital no tiene insumos, si la escuela está en ruinas o si la comunidad sigue sin agua potable. Lo importante es que el funcionario tenga un buen discurso, un padrino político y presencia constante en redes sociales. Así se construyen las carreras políticas en nuestro país.
Mientras tanto, la ciudadanía observa, descreída y agotada. Porque entiende que muchos de los que hoy exigen confianza, mañana estarán en otra institución, vendiendo otra promesa, cultivando otra ambición. En este escenario, la política se vuelve un juego de sillas donde siempre ganan los mismos, y el servicio público se reduce a una escenografía para la autopromoción.
Hasta que no cambiemos esa cultura —la del “yo quiero subir”, en lugar del “yo quiero servir”— seguiremos atrapados en un sistema donde el hambre de poder se disfraza de liderazgo, y donde la avaricia no es un defecto, sino una estrategia de ascenso.
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