En tiempos donde los "likes" y los "shares" parecen medir la popularidad de una figura pública, muchos caen en la ilusión de que la simpatía en redes sociales es equivalente a intención de voto. Nada más lejos de la realidad.
Las plataformas digitales son, ante todo, espacios de entretenimiento y reafirmación de identidades. Un político puede acumular millones de seguidores, volverse tendencia cada semana y ser el protagonista de memes y videos virales, pero eso no necesariamente se traduce en confianza electoral. La decisión de voto sigue siendo, en esencia, un acto más íntimo, donde pesan factores como la credibilidad, la trayectoria, el liderazgo demostrado y, sobre todo, la conexión emocional genuina con las necesidades de la gente.
La política no es un concurso de popularidad virtual. Un usuario puede compartir un video gracioso de un candidato hoy y mañana votar por quien considere más serio o preparado. Además, la naturaleza efímera del contenido digital fomenta una relación superficial: hoy aplauden un discurso, mañana lo olvidan.
Peor aún, en redes se amplifica una burbuja: los algoritmos muestran aquello que queremos ver, dando una falsa sensación de apoyo masivo. Un aspirante puede pensar que su popularidad en Instagram o TikTok es señal de victoria inminente, pero fuera de esos ecosistemas digitales existe un país real, con preocupaciones concretas que no se resuelven con slogans pegajosos ni bailes ensayados.
Las elecciones siguen decidiéndose en el terreno: en los barrios, en las conversaciones de familia, en los recorridos de campaña donde se mira a la gente a los ojos. La verdadera intención de voto no tiene filtro de belleza ni se mide en corazoncitos rojos; se gana con propuestas claras, compromiso sostenido y presencia constante en la vida de los ciudadanos.
Confundir simpatía con apoyo electoral no solo es ingenuo; es, en muchos casos, el primer paso hacia una derrota que las encuestas de redes nunca advirtieron.
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