Han pasado ya tres semanas desde la tragedia que cobró 232 vidas en la discoteca Jet Set, y el país sigue sin respuestas. No hay responsables señalados, ni hay informes públicos concluyentes. Solo hay un silencio frío que, lejos de calmar el dolor, lo multiplica.
La ciudadanía no puede aceptar esta indiferencia como desenlace. Cada día que pasa sin esclarecer lo sucedido, cada día que se normaliza la opacidad, es una burla a las víctimas y a sus familias. No se trata únicamente de una tragedia aislada: se trata de la vida misma, de la dignidad de quienes fueron arrancados de su futuro en un espacio que, por ley y responsabilidad, debía ser seguro.
La falta de acción contundente no solo siembra desconfianza; alimenta la sospecha de que las conexiones, el poder económico y el olvido planificado pretenden imponer su ley por encima del derecho de toda una sociedad a conocer la verdad. Pero desistir sería el peor error. Cada reclamo, cada demanda de rendición de cuentas, cada exigencia de transparencia es un acto de resistencia contra la impunidad que tantas veces ha querido instalarse en nuestra historia.
No podemos dejar que el Jet Set sea un expediente más archivado en el polvo de la negligencia. La ciudadanía debe sostener su voz, multiplicarla, exigir justicia no solo para honrar a los caídos, sino para construir un país donde la vida no valga menos que el poder.
El tiempo corre, pero la memoria también. Y la memoria, cuando se niega a rendirse, se convierte en la fuerza que puede cambiarlo todo.
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