En política, como en la vida, hay quienes prefieren operar en las sombras. No se exponen, no debaten, no asumen posturas claras. Se mueven entre pasillos, siembran dudas, tergiversan palabras y juegan a dos bandas. Chismosos profesionales, expertos en sembrar cizaña y en presentarse como aliados, mientras conspiran para que todo se derrumbe.
Pero hay algo que los desarma por completo: llamarlos por su nombre. Ponerles rostro. Señalar sus maniobras sin rodeos. Porque el que opera en la oscuridad no resiste la luz. Su poder depende del anonimato, de la ambigüedad, del rumor sin firma. Por eso, cuando se le confronta con claridad, se espanta. Balbucea, se victimiza, cambia de bando o se silencia.
En una cultura política donde abundan los “doble cara”, la transparencia no solo es deseable: es urgente. No para generar persecuciones, sino para que cada quien asuma lo que dice, lo que hace y lo que representa. El que trama debe ser expuesto. No hay avance posible mientras el debate esté contaminado por los que sólo saben operar como saboteadores silenciosos.
Llamar al diablo por su nombre incomoda, sí. Pero también limpia. Rompe pactos de hipocresía, obliga a definirse y desmonta teatros. No se trata de hacer escándalo, sino de actuar con la verdad al frente.
Un país que aspire a madurar políticamente no puede seguir tolerando a los expertos en duplicidad. La democracia necesita voces valientes que desenmascaren a quienes intoxican el ambiente desde las sombras.
Porque cuando se nombra al diablo, se le quita poder. Y al final, el miedo cambia de bando.
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