En este país nos han vendido la declaración jurada como el antídoto contra la corrupción, el gran instrumento para que la ciudadanía sepa si un funcionario se enriquece con el cargo. Pero la verdad —incómoda y evidente— lo que tenemos es un papel sin peso, un trámite hueco que no resiste la más mínima revisión. Ojo Cívico lo ha dejado claro: la Cámara de Cuentas no está auditando ni validando ninguna declaración. Ninguna.
El resultado es un festival de cifras absurdas y montos que no cuadran ni con la matemática básica. Y lo peor: nada pasa. No hay auditorías técnicas, no hay cotejos con registros, no hay investigación. El órgano que debía fiscalizar, se ha convertido en el notario pasivo de la opacidad.
La solución es obvia, pero requiere voluntad: cada declaración debe ser verificada de forma exhaustiva, cruzando información con la DGII para confirmar si los bienes existen y si los valores son reales. Sin este control, cualquier funcionario puede inflar, ocultar o maquillar su patrimonio sin miedo a consecuencias.
Hacemos un llamado urgente a las autoridades y a los propios funcionarios para que revisen y validen estas declaraciones. La transparencia no es un eslogan: es una obligación que debe cumplirse con hechos, no con papeles vacíos.
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