En la política dominicana, el sol no es metáfora: es advertencia. Quien se arrima demasiado al astro principal confunde la luz prestada con brillo propio y termina con la piel en llamas. La primera de las 48 leyes del poder lo dice sin rodeos: nunca opaques a tu jefe. No es reverencia; es estrategia de supervivencia.
El error se repite en cada ciclo. Funcionarios que convierten resultados en espectáculo, asesores que transforman el cargo en trampolín, directores que hablan en primera persona del plural solo frente a la cámara. La agenda paralela seduce: filtrar, posar, competir por titulares. Pero el sol mide sombras. El castigo casi nunca es público: empieza con la desconfianza, sigue con el aislamiento y termina en un relevo silencioso.
Ser útil no es desaparecer; es colocarse bien. Brillar de costado, no enfrente. Entregar logros verificables, blindar al liderazgo de la improvisación, anticipar crisis y ceder micrófonos cuando conviene. La lealtad que construye poder no aplaude fuerte; resuelve sin factura de protagonismo.
También hay deber del otro lado. Quien conduce debe premiar sobriedad y eficacia, no selfies ni adulaciones. Si el sistema remunera el ruido, genera actores; si remunera resultados, construye Estado. El liderazgo inteligente reparte crédito hacia abajo y asume costo hacia arriba: así desactiva la tentación del eclipse.
La política es un laboratorio de egos. La arrogancia no solo quema al que se excede; incendia puentes, bloquea reformas y deja al proyecto sin piel para el próximo verano.
Regla práctica para tiempos de calor: no busques luz robada. Haz que tu trabajo amplifique la del proyecto. Si tu brillo depende de oscurecer al que lidera, no es brillo: es incendio. Y aquí, cuando el sol quema, los que confunden foco con poder terminan convertidos en ceniza política que el viento se lleva sin duelo.
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