En esta isla no hay sistema de mérito, hay sistema de favores. Lo político, lo empresarial y lo personal están unidos por el mismo cordón umbilical: la recomendación, el “mueve eso por mí”, el “dile que yo te mandé”. Aquí, la justicia y la oportunidad no son horizontales; se inclinan hacia donde sopla el viento de las relaciones.
Un político tramita tu pensión como si fuera un regalo, aunque la ley la reconozca como un derecho. Un empresario abre las puertas a una pasantía no por tu talento, sino por el apellido que cargas o el contacto que te respalda. En lo personal, saltarse una lista de espera o conseguir una cita médica urgente no es cuestión de turnos, sino de a quién llamas primero. Todo se negocia en el mercado negro de los privilegios.
Es una cadena de favores que nunca se rompe: quien recibe queda endeudado, quien da se asegura influencia. El derecho se degrada en limosna, el esfuerzo en adorno, y la ciudadanía en clientela. Y lo peor no es que el sistema exista: es que lo hemos interiorizado. Creemos que pedir es más práctico que exigir, que agradecer es más seguro que reclamar.
Así, el país no se gobierna por leyes sino por listas de contactos. El futuro no depende de lo que sabes hacer, sino de a quién conoces. Y mientras no entendamos que los favores no sustituyen a los derechos, seguiremos atrapados en esta isla donde las llaves no las tiene la justicia, sino el amigo del amigo que te puede abrir la puerta.
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