En política, pocos espectáculos resultan tan grotescos como ver a un funcionario encaprichado porque el presidente decidió relevarlo del puesto que ocupó durante años. Gente que ha disfrutado privilegios, salarios, choferes y escoltas como fruto de la confianza recibida, pero que de repente se siente traicionada, como si esa silla les perteneciera de por vida.
La reacción no es de madurez democrática, sino de berrinche infantil: molestia, desplante y hasta amenazas veladas. Como si fueran accionistas de una empresa familiar a la que no se les puede tocar un centímetro de terreno. Y lo peor es que olvidan lo esencial: el cargo no es suyo, es del Estado. El poder que manejan no les pertenece, se les presta.
Esa actitud revela una enfermedad profunda de nuestra política: la confusión entre el servicio público y la propiedad privada. Mientras un país entero espera soluciones, transparencia y compromiso, algunos funcionarios prefieren exhibirse como pequeños reyezuelos heridos en su orgullo. Falta humildad, sobra arrogancia.
El presidente tiene la facultad —y la obligación— de mover a su equipo cuando la coyuntura lo exige. Resistirse con pataletas no solo es una falta de respeto a la autoridad que los nombró, sino también una bofetada a la ciudadanía que, al final, paga los platos rotos.
La función pública debe ser entendida como un tránsito, no como una herencia. Lo que hoy se ocupa, mañana se entrega. El verdadero servidor no mide su valor por cuántos años se quedó en un cargo, sino por lo que hizo con él. Y si lo único que le queda es la rabia de sentirse desplazado, entonces nunca fue funcionario: fue, apenas, un malcriado con poder.
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