En la política dominicana hay una verdad incómoda que pocos quieren reconocer: el funcionario en desgracia apesta. Mientras la silla está caliente, los teléfonos suenan, las manos se extienden y las puertas se abren de par en par. Pero basta un escándalo —un contrato inflado, un sobreprecio disfrazado, una comisión mal guardada— para que el mismo círculo que aplaudía se convierta en jauría.
El poder es un perfume costoso, pero volátil. En el instante en que se destapa un caso de corrupción, ese aroma se convierte en hedor, y quienes antes se disputaban un saludo o una foto, ahora cruzan la calle para no coincidir. El funcionario señalado descubre que no hay lealtades, solo conveniencias. Sus supuestos aliados serán los primeros en señalarlo, en filtrar documentos, en soltar frases envenenadas a la prensa.
Y lo más duro no viene de fuera, sino de cerca. La familia que celebraba cada ascenso comienza a mirarlo de reojo; los amigos de toda la vida lo evitan en público; los vecinos comentan en voz baja. El aislamiento no lo produce la justicia, sino la vergüenza social que acompaña el olor del escándalo.
Conviene recordarlo ahora que muchos creen que el poder es blindaje y la impunidad eterna. Hoy los rodean sonrisas, mañana serán esos mismos rostros quienes aviven la hoguera. Por eso, funcionarios, actúen con cautela: no confundan poder con respeto ni coyuntura con eternidad. Porque en este país, la desgracia política no toca la puerta, se derrumba encima. Y cuando llega, nadie quiere cargar con el muerto.
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
Todo lo vemos, por eso vinimos aquí para contarlo.