Ya sea al hablar o al escribir, Juan Villoro le imprime un ritmo inconfundible a sus palabras. Además, puede ser irónico sin crueldad, crítico sin prepotencia y erudito sin arrogancia. Posee ese raro talento que hace que el lector —o el que escucha— quiera quedarse un rato más, conversando con él.
Sus primeras destrezas comenzaron a forjarse desde joven. A los quince años, durante unas vacaciones previas al bachillerato, escribió sus primeros cuentos.
Un día, el periódico que llegaba a su casa anunció un taller gratuito para estudiantes en una universidad, donde aceptaban personas de distintas edades. El director del taller lo recibió con generosidad y, más aún, lo tomó en serio.
Estando en el colegio, también participó en una obra de creación colectiva, donde escribió algunos de los textos y, aunque no era el mejor actor, mostraba ya una clara inclinación por la dramaturgia.
Sin embargo, el teatro exigía recursos: escenografía, actores, espacios. El cuento, en cambio, ofrecía una salida inmediata y accesible. Bastaban un cuaderno, una pluma… y algo de suerte para ver un relato publicado.
Por esa misma época, llegó al periodismo casi como un juego, movido por una temprana fascinación por la comunicación.
En la secundaria, creó junto a dos amigos un diario escolar llamado La tropa loca. Era una publicación absurda e ingenua, propia de adolescentes, donde escribía una columna rosa dedicada a los posibles romances del salón y a los rumores de pasillo.
Para no herir sensibilidades, solía escribir usando iniciales o insinuaciones. Confiesa, sin pudor, que siempre ha sido un poco «chismoso», algo que considera una virtud en todo aquel que se dedique a la literatura.
No obstante, Juan Villoro optó por estudiar la carrera de Sociología, aun sabiendo que su verdadera vocación eran las letras.
En ese momento tenía una idea algo ingenua y romántica de la escritura, y temía que convertirla en un estudio formal le quitara espontaneidad, volviéndola un oficio rígido.
Con el tiempo, la Sociología terminó por entusiasmarlo; fue, dice, profundamente formativa, pues le permitió asomarse a las múltiples capas de la sociedad sin sofocar su impulso creativo.
Durante la universidad, siguió escribiendo cuentos, hasta que, ya con veinticinco años, publicó su primera crónica en un suplemento cultural. Desde entonces, ha intentado conjugar las aguas del periodismo y la literatura.
También el rock ha sido una de sus grandes pasiones. Por cuatro años, hizo un programa radial titulado El lado oscuro de la luna, como el legendario álbum de Pink Floyd. Le parecía un título poético y perfecto para una propuesta que buscaba justamente eso: mostrar el lado no visible, no comercial, del rock.
Villoro ha colaborado con fotógrafos, músicos, cineastas; ha escrito para el cine o sobre el cine, ha acompañado imágenes con palabras y canciones con narrativa. Porque, dice, lo único que sabe hacer —y no quiere falsear— es escribir.
Y cuando habla, su voz tiene el mismo compás que su prosa, un ritmo que abraza y se queda.
Priscilla Velázquez Rivera y la escritura como regreso
Fuente: Diario Libre
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