La discusión sobre la inmigración ilegal rara vez se pone el foco donde realmente duele: en el incumplimiento sistemático de nuestras propias leyes laborales.
Ahí está, negro sobre blanco, el Artículo 135 del Código de Trabajo: “En toda empresa, el número de trabajadores dominicanos no debe ser inferior al ochenta por ciento del total del personal.” Tan claro como ignorado. Porque si algo ha quedado en evidencia en este país es que tenemos leyes de sobra, pero voluntad de hacerlas valer, muy poca.
La contratación indiscriminada de mano de obra extranjera ilegal es una práctica común, tolerada y, muchas veces, promovida. No se trata de xenofobia, se trata de legalidad. Y aquí, la ley no se cumple porque no conviene que se cumpla.
El 80/20 no es una sugerencia. Es una obligación. Si se aplicara con firmeza, muchas empresas no podrían seguir funcionando como hasta ahora: dependiendo de un modelo que abarata costos a costa de explotar a personas vulnerables, tanto dominicanas como extranjeras. Porque cuando se normaliza la ilegalidad, todos pierden, menos el empleador.
¿Quién fiscaliza? ¿Dónde están las inspecciones laborales? ¿Cuántas sanciones se han aplicado por violación al Artículo 135? El silencio es más elocuente que cualquier informe. Lo que hay es una cadena de omisiones: inspectores que no inspeccionan, autoridades que miran para otro lado, empresarios que hacen lo que quieren y un Estado que se ha acostumbrado a dejar hacer.
El resultado es el escenario perfecto para que la inmigración ilegal no solo ocurra, sino que se consolide. Porque si un inmigrante llega buscando mejorar su situación económica —y encuentra un país donde lo contratan sin papeles, lo pagan mal y lo hacen invisible ante la ley—, ¿por qué habría de irse? Y más aún: ¿por qué no vendrían otros?
El punto no es cerrar fronteras ni militarizar comunidades. El punto es aplicar lo que ya está escrito. Si se respetara el tope del 20% de trabajadores extranjeros por empresa, la presión sobre el mercado laboral bajaría y la inmigración ilegal dejaría de ser rentable. La pregunta es sencilla: ¿tenemos el coraje de hacer cumplir nuestra ley? O mejor aún: ¿a quién no le conviene que se cumpla?
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