En esta vida, hay quienes creen que demostrar fuerza es andar siempre con el pecho afuera, la mirada dura y la lengua afilada. Privar en el más guapo, en el más fuerte, en el que no se deja de nadie. Pero la historia —y la tierra— están llenas de tumbas de leones: valientes que creyeron que la astucia era para cobardes y que la vida era una competencia de gallos.
El cementerio está lleno de ellos. De los que no supieron cuándo callar, cuándo ceder, cuándo bajarle. Porque en ocasiones, hacerse el pendejo es una estrategia, no una rendición. Saber cuándo no es tu pelea, cuándo el silencio vale más que la bravura, cuándo vivir para otro día es más sabio que ganar el momento.
En un país donde la confrontación se confunde con respeto, y la humildad con debilidad, se nos olvida que la inteligencia también es una forma de coraje. Que no todo se resuelve a empujones ni a tiros, que no todo se gana con voz alta ni con rabia. La vida no siempre premia al que más ruge, sino al que mejor calcula sus pasos.
Aprendamos de los errores ajenos. Dejemos de admirar al que muere por orgullo y empecemos a valorar al que vive por sabiduría. Porque muchas veces, el verdadero guapo no es el que enfrenta todos los pleitos, sino el que sabe evitarlos a tiempo.
Hay momentos para rugir, sí. Pero hay muchos más en los que conviene caminar en silencio, con la cabeza baja y los ojos abiertos. Porque al final, el que sobrevive no siempre es el más fuerte… sino el más sabio.
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