En la República Dominicana se ha instalado, como sombra persistente, la cultura del tumbe: la idea de que el ingenio para engañar, apropiarse de lo ajeno o sacar ventaja sin dar nada a cambio es una virtud nacional. Desde el colmado que pesa menos arroz de la cuenta hasta el político que se queda con millones del erario, la trampa se ha convertido en un valor social disfrazado de “viveza”. El que engaña es “vivo”, el que roba sin que lo atrapen es “tigre” y el que no se aprovecha es “palomo”.
El tumbe no distingue clase social ni ideología. Se cuela en la compraventa, en la fila del banco, en el examen de la universidad. Es un fenómeno transversal que va desde los grandes escándalos de corrupción hasta las pequeñas trampas cotidianas que justificamos con un “si no lo hago yo, lo hace otro”.
Lo más grave es su normalización. Hemos convertido el tumbe en parte del folclor, en un chiste repetido que se replica en canciones, refranes y memes. Pero lo que se asume como picardía acaba siendo un círculo vicioso: un país donde nadie confía en nadie, donde las instituciones deben invertir más en controles que en soluciones, y donde la inversión extranjera tropieza con la duda de si el socio local cumplirá lo pactado.
Pero ojo: un país que aplaude el tumbe se tumba a sí mismo. Porque cuando todos roban, nadie progresa. Si seguimos premiando al tramposo y castigando al honesto con el apodo de "palomo", el resultado será una sociedad sin confianza, donde el progreso se mide por la astucia del fraude y no por el trabajo. Y mientras lo celebremos como ingenio, seguiremos repitiendo la historia de un país que corre mucho, pero nunca avanza.
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