En la República Dominicana el poder tiene rituales de iniciación, y uno de los más visibles es la amante. Apenas un funcionario se siente dueño del presupuesto o de una firma con peso, lo primero que aparece no es una política pública ni una reforma, sino “la mala”: esa mujer a la que se le compra apartamento en torre, jeepeta de lujo, relojes suizos y joyas que brillan más que cualquier decreto.
El fenómeno no es casualidad, es un signo de época. La amante convertida en símbolo de estatus, en trofeo que certifica: “ya llegué”. No importa si la gestión está en crisis, si los hospitales carecen de insumos o las escuelas no tienen butacas. El medidor interno del poder no se activa por la eficiencia ni la transparencia, sino por la ostentación de una relación clandestina mantenida con fondos que no salen del bolsillo propio.
En la lógica torcida del funcionariado, la amante representa lo que el salario público jamás alcanza: la ostentación sin consecuencias. Mientras más escandaloso el gasto, más alto el peldaño de poder que se cree haber conquistado. Y así, la política se degrada a un catálogo de apartamentos a nombre de terceros, transferencias disfrazadas y viajes de lujo para alimentar un ego.
La verdadera tragedia es que esa práctica, tan común y normalizada, termina revelando la decadencia del poder dominicano: un poder que no se mide por logros colectivos, sino por la capacidad de financiar caprichos privados. Ahí, entre relojes y lencería, se esfuman los sueños de un país que merece gobernantes con visión, no con amantes como medalla de llegada.
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