En República Dominicana sobran los valientes para meterle mano al dinero público. Hacen gala de ingenio para robar, de audacia para desfalcar y de cinismo para disfrutar en silencio de lo ajeno. Se creen estrategas, dueños del juego, capaces de mover millones entre empresas de carpeta y contratos inflados. Pero esa guapeza se les evapora en el instante en que la justicia amenaza con llevarlos a prisión.
Ahí aparecen los mismos que se creían invencibles, temblorosos, buscando acuerdos con el Ministerio Público y devolviendo a toda prisa lo que antes negaban haber tocado. Es en ese momento cuando queda claro: fueron guapos para robar, pero pendejos para las rejas. Tan pendejos, que más de uno termina recurriendo a un "Prodom" para aguantar el susto de una noche en Najayo.
El espectáculo se repite: titulares rimbombantes de devoluciones millonarias, acuerdos procesales disfrazados de justicia, criterios de oportunidad que les permiten volver a sus mansiones. Y el pueblo, una vez más, queda con la sensación de que la corrupción no se castiga, se negocia.
Pero no puede haber verdadera justicia si robar al Estado termina siendo un negocio de bajo riesgo: si no te descubren, disfrutas del botín; y si te atrapan, devuelves una parte y te salvas de la cárcel. Ese modelo es perverso porque convierte la corrupción en inversión.
El país necesita un mensaje distinto: que la cárcel no se negocia, que devolver lo robado es apenas el primer paso y no el boleto de salida. Porque mientras la impunidad se disfrace de acuerdo, los corruptos seguirán siendo guapos en robar… y pendejos para enfrentar las rejas
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