El periodismo que halaga, que aplaude, que calla, no es periodismo: es vocería. El verdadero periodismo es incómodo, porque su función no es ser alfombra, sino piedra en el zapato del poder. Cada vez que una investigación obliga a un funcionario a dar explicaciones, cada vez que un reportaje expone lo que se quiso ocultar, cada vez que una pregunta rompe el guion del discurso oficial, el periodismo cumple su razón de ser.
El poder nunca ha tolerado bien el contrapeso. Prefiere la unanimidad, los titulares dóciles, la tranquilidad del silencio. Pero un poder sin crítica es un poder ilegítimo. No hay democracia posible cuando la prensa se convierte en eco. La democracia se valida en el cuestionamiento, en la posibilidad de señalar errores, abusos o excesos. Sin esa tensión, lo que queda es propaganda disfrazada de información.
Por eso incomodar es una obligación moral. Si el periodista no incomoda, se traiciona a sí mismo y traiciona al ciudadano que merece respuestas. Incomodar es exponer contradicciones, revelar lo que se esconde, abrir grietas en la versión oficial.
La incomodidad no destruye; construye. Construye ciudadanía crítica, memoria colectiva y control democrático. El poder necesita la prensa, aunque no lo admita, porque sin ella sus actos flotan en el vacío de la impunidad. El periodismo existe para recordarle al poder que nunca es absoluto, que siempre será observado, que siempre tendrá enfrente a alguien dispuesto a preguntar lo que incomoda.
Y cuando el poder se incomoda, entonces sabemos que el periodismo está vivo.
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
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