En los pasillos de la administración pública se instaló un murmullo incómodo: la espera interminable. Durante semanas se habló de cambios drásticos en ministerios y direcciones; agosto era la fecha prometida, el mes en que se renovarían equipos y se corregirían rumbos. Sin embargo, el calendario avanzó y nada ocurrió.
Hoy lo que domina es la incertidumbre. Funcionarios que no saben si seguir impulsando proyectos o detenerlos; directores que firman a medias, calculando si mañana todavía tendrán el cargo; técnicos que trabajan bajo la sombra del rumor. El Estado opera en piloto automático, con una burocracia que duda en cada paso porque no sabe que va a pasar.
Un gobierno que posterga definiciones envía un mensaje de debilidad. La administración pública necesita certezas, no susurros. Cuando los responsables desconocen si han sido ratificados, gobiernan a medias; y gobernar a medias es no gobernar.
El costo de esta pausa no lo paga un partido ni un funcionario: lo paga la nación. La ciudadanía que espera respuestas encuentra un Estado paralizado por la duda, atrapado en un limbo político que se traduce en inacción.
La expectativa mal gestionada se transformó en vacío. Y ese vacío es más dañino que un cambio drástico: porque desgasta silenciosamente, porque normaliza la improvisación, porque sugiere que el gobierno avanza sin brújula.
En política, no decidir también es una decisión. Y este gobierno debe entender que prolongar la incertidumbre no solo es un error estratégico: es un golpe directo a la gobernabilidad.
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