En la República Dominicana, la fila es la infraestructura invisible que sostiene al Estado. Filas para renovar la cédula, para pagar impuestos, para ver a un médico, para abordar el metro. La fila es el pasaporte dominicano: quien no sabe esperar, no sabe vivir aquí.
No se trata de paciencia ciudadana, sino de ineficiencia institucional. Mientras en otros países la digitalización convirtió trámites en clics, aquí seguimos midiendo derechos en metros de gente parada. El tiempo se diluye frente a ventanillas que abren tarde, sistemas que se caen, plataformas digitales que no funcionan o que, sencillamente, no existen. El ciudadano pierde horas, días, hasta semanas en un círculo kafkiano que lo obliga a madrugar y aceptar la lentitud como destino.
El problema es que también la fila se convierte en negocio. Los “buscones” que cobran por “resolver rápido”, los empleados que alargan el trámite hasta recibir “un incentivo”, los sistemas digitales que funcionan a medias para obligar a volver presencialmente. La fila no es casual: es parte del engranaje que lucra de la desesperación ciudadana.
Ser “el país de las filas” no es un chiste popular; es una condena que revela un Estado capturado por la burocracia. Las autoridades celebran inversiones millonarias y megaproyectos, pero ignoran lo esencial: que cada fila es una herida abierta en la vida cotidiana, un impuesto silencioso que le roba productividad, dignidad y confianza a la ciudadanía.
Un país moderno no se mide por la altura de sus torres, sino por la fluidez con la que su gente accede a lo básico. Y mientras sigamos atrapados en el laberinto de turnos, tickets y ventanillas, República Dominicana seguirá siendo una nación de filas: largas, inútiles y desesperantes.
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