La frase de Danilo Medina quedó registrada como símbolo de cinismo político. Con una pregunta quiso barrer bajo la alfombra los señalamientos que ya eran un secreto a voces. Hoy, la justicia responde con contundencia: un hermano condenado a siete años y un cuñado devolviendo tres mil millones de pesos. La burla terminó en vergüenza histórica.
Pero lo grave no es solo el pasado. Lo grave es que todavía hay quienes, desde el poder actual, creen que podrán sostener el mismo teatro. Funcionarios que se venden como inmaculados mientras toleran lo que todo el país comenta en voz baja: contratos amañados, licitaciones dirigidas, fortunas inexplicables. Quieren repetir la vieja receta de negar, de posponer, de encubrir, como si la impunidad fuese eterna.
El problema es que la impunidad nunca lo es. Tarde o temprano los tribunales, los archivos, la prensa y la ciudadanía terminan develando lo que se quiso ocultar. Medina pensó que con su pregunta desarmaba la crítica. Hoy esa pregunta se convirtió en su condena moral. Y mañana puede ser la marca de los que hoy gobiernan si no limpian su casa a tiempo.
El país no necesita líderes que finjan pureza. Necesita gobernantes con integridad suficiente para cortar de raíz a los que roban desde dentro. Porque cuando la justicia toque la puerta —y siempre toca— ya no valdrá decir que no sabían o que les deben una disculpa. La historia volverá a pasar factura. Y la misma pregunta volverá a escucharse, cargada de ironía: “¿pero cuál corrupción?”.
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