En la vida dominicana hay verdades que no se enseñan: se huelen, se intuyen y se aceptan como parte del ecosistema. Son los “facts of life”, esas leyes invisibles que sostienen el teatro del poder. Como en “Layer Cake”, aquí no se asciende por mérito, se asciende por tragar veneno con sonrisa. Se aprende a pactar con lo que se desprecia, a brindar con quien se odia y a callar cuando se debería gritar. El silencio es la moneda de entrada; la complicidad, el traje de gala.
La política, el empresariado y el crimen organizado no son tres mundos: son un mismo salón con puertas diferentes. El político finge moral, el empresario finge neutralidad y el capo finge estar afuera. Pero todos se tocan bajo la mesa. Todos saben quién financia a quién, quién protege a quién y quién calla a cambio de qué. Y aun así, todos juran no saber nada.
Lo cínico es que no hay sorpresas. Todos entienden que para llegar arriba hay que pasar por el lodo. Nadie se hace el santo; se hace el discreto. Porque aquí no gana el más limpio, gana el que ensucia mejor. Y cuando la estructura se sacude —porque siempre se sacude— nadie pregunta “por qué cayó”, sino “a quién le tocaba caer”.
Ese es el layer cake criollo: una coreografía perfecta de hipocresía funcional. Todos comen, todos callan, todos sonríen… hasta que un día el pastel se sirve sin plato y la cena termina con uno en el menú. Y el resto, con la boca llena, se hace el sorprendido.
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