El presidente Luis Abinader se encuentra frente a la disyuntiva política más delicada de su carrera: cómo mantener el control sin tener el poder. Gobernar y liderar son cosas distintas, y aunque hoy concentra ambas, en el 2028 no podrá ser presidente. Lo que sí está en juego es si seguirá siendo el árbitro del tablero o si pasará a ser un expresidente más, condenado al silencio político.
En América Latina, la historia reciente no juega a favor de los líderes que intentan heredar su capital político. Rafael Correa apostó a Lenín Moreno, y fue traicionado. Lo mismo ocurrió con Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Cuando el “elegido” llega, corta el cordón umbilical, y el expresidente pasa de ser guía a ser un número más en la historia política. Abinader lo sabe, y por eso su dilema no es solo a quién entregar la antorcha, sino cómo garantizar que no se apague cuando la entregue.
La figura de Raquel Peña aparece como la pieza elegida en ese ajedrez. Su selección en 2020 como candidata, las posiciones que ha ocupado y los últimos decretos dibujan con claridad los trazos de la estrategia del presidente. Le debe su carrera política a él, y eso no es un detalle menor. La jugada apunta a garantizar que, sea cual sea la fórmula presidencial, ella esté dentro. Es el seguro político de un liderazgo que entiende el costo de apagarse en 2028.
Pero si entrega la banda a alguien que no le debe su carrera, que desde que “se ponga la ñoña” no le tome la llamada, corre el riesgo de caducar. Por eso, si la jugada no es la correcta, Abinader podría sentirse más cómodo con un gobierno de oposición y él al frente del partido de oposición, que con un sucesor que lo margine. Porque en política, peor que perder el poder es perder la influencia. Y eso, él lo sabe mejor que nadie.
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