Compararse con gobiernos anteriores se ha vuelto un recurso recurrente del oficialismo. Es tentador: exhibir avances, marcar diferencias, señalar “el desastre” que se heredó. Pero esa estrategia, si no se maneja con precisión, es un arma de doble filo. Porque en el juego de las comparaciones, no solo se miden logros: también vuelven las carencias. Y, peor aún, los recuerdos.
Cuando un gobierno se obsesiona con mirar atrás, invita —aunque no quiera— a la gente a hacer lo mismo. Y lo que encuentra la ciudadanía en esa mirada no siempre favorece al presente. Tal vez había más corrupción, sí. Pero el salario alcanzaba. Tal vez no había tantas inversiones extranjeras, pero el alquiler era pagable.
La comparación política no es sólo técnica; es emocional. Y en ese terreno, el “yo estaba mejor antes” puede ser más poderoso que cualquier programa de gobierno. El error del oficialismo no es comparar: es usar la comparación como refugio, como excusa, como relato sin propuesta. Una narrativa que apunta más a justificar que a construir. Porque si cada crisis se explica sólo por la herencia, ¿dónde empieza la responsabilidad propia?
La comunicación de un gobierno no puede vivir del pasado. Necesita empatía con el presente y claridad sobre el rumbo. No basta con decir “antes era peor”; hay que demostrar por qué mañana será mejor. En tiempos donde la paciencia social se agota rápido, la comparación no es una defensa. Es una invitación al juicio. Y no siempre se gana.
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