Gobernar no es una fiesta privada: es un arte de equilibrios que exige carácter. Quien gobierna no puede vivir pendiente de aplaudir a un grupito ni de contentar a quienes le allanaron el camino al poder. Gobernar de verdad implica incomodar a algunos y, al mismo tiempo, sembrar las bases para que la mayoría viva mejor. Es tener el temple de decir “no” a las propuestas indecentes, a los compromisos que hipotecan el futuro, aunque eso signifique quedar mal con quienes antes sonreían en la tarima.
Porque el poder no se conquista para servir al diablo, sino para romper pactos con él. El verdadero liderazgo se demuestra cuando llega la hora de desarmar estructuras cómodas pero injustas, cuando se elige hacer lo correcto en lugar de lo conveniente. Gobernar con altura es resistir la tentación de administrar privilegios y atreverse a cambiar las reglas que perpetúan la desigualdad.
Un buen gobierno no regala pescado; enseña a pescar. No construye popularidad efímera a fuerza de favores, sino políticas duraderas que fortalezcan a la gente. Gobernar es poner la mirada más allá de la próxima elección, es pensar en generaciones, no en encuestas. Es entender que el liderazgo no se mide por la cantidad de aplausos, sino por el legado que queda cuando las luces se apagan.
Los que llegan al poder tienen dos caminos: repetir la coreografía de siempre o atreverse a hacer historia. Y es ahí donde muchos fallan —porque gobernar no es complacer, es transformar.
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