Los estúpidos del poder tienen la arrogancia de quien confunde silencio con olvido. Caminan inflados de autosuficiencia, convencidos de que operan desde un escondite maestro, cuando en realidad están parados frente a un ventanal con las cortinas abiertas. Se mueven con el descaro del que cree que nadie escucha, usan al chofer como testaferro como si eso engañara a alguien, montan empresas en Panamá como si fueran invisibles, y sueltan veneno desde cuentas anónimas creyendo que el mundo no los tiene ubicados.
Pero aquí todo se sabe. Siempre se ha sabido. Se sabe quién es, cómo reparte, con quién hizo y hace negocios, quién le abre puertas y quién le calienta la cama. Se saben sus horarios, sus vicios, sus rutas y sus caprichos. La idea de anonimato es solo suya; para todos los demás, su nombre lleva rato circulando en voz baja, en los mismos pasillos donde se negocian favores y se cuentan pecados sin filtro.
Pueden subirse a su yipeta blindada y sentirse impenetrables, pero el plomo nunca fue su problema: su verdadero enemigo es el escrutinio público. Y ese no se esquiva, no se negocia, no se mata. Ese llega como llega la tormenta: de repente, sin pedir permiso y sin ofrecer refugio. Y cuando llega, se acaba el guaperío y empiezan los cólicos. No hay antidiarreico que aguante el peso de la verdad cuando esta toca la puerta.
Mientras ellos jugaban a ser estrategas, su obra ya estaba pudriéndose por debajo. El agua empezó a filtrarse hace rato: un contrato mal armado, una empresa sospechosa, un chofer que sabe demasiado, un comentario fuera de lugar. Las grietas no nacen en público; se gestan en la arrogancia. Y cuando revientan, no hay blindaje que sirva.
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