En República Dominicana los editoriales son espejos. No mencionan nombres, pero los reflejos inquietan. Basta con que aparezca una crítica sobre la gestión pública para que algunos funcionarios, políticos o allegados del poder reaccionen con desdén, molestia o victimismo. El detalle es revelador: quien se siente aludido sin haber sido nombrado, confiesa con su reacción más de lo que quisiera.
El problema no es la tinta, sino la conciencia. El que se incomoda sabe que el señalamiento, aunque anónimo, tiene la forma de sus actos, el olor de sus decisiones, la sombra de sus negocios. Y si eso duele, es porque la verdad roza más cerca de lo permitido.
Nuestros editoriales no son ejercicios de literatura ni fuegos artificiales de opinión: son advertencias. Buscan incomodar, provocar debate, encender luces en habitaciones donde el poder prefiere mantener las cortinas cerradas. El verdadero reconocimiento de un texto crítico no está en los aplausos del público, sino en el nerviosismo que genera en los pasillos oficiales.
Y está bien que así sea. El periodismo no tiene que agradar a los poderosos; debe incomodarlos. No es aliado de la vanidad, sino guardián del interés público. Si de la incomodidad surge la reflexión, si del enojo nace la prudencia, si de la molestia aparece la corrección, entonces el editorial cumplió su deber.
Que los aludidos se ofendan, griten o descalifiquen: ese es su derecho. El nuestro es seguir escribiendo, porque en democracia el silencio del periodismo es el mejor aliado de la impunidad. Y si al final, alguno corrige el rumbo gracias a estas palabras, aunque sea en secreto, entonces —más allá del ruido— habremos servido a lo esencial: al país.
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
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