El caso de los peloteros dominicanos Emmanuel Clase y Luis Ortiz, acusados por la Fiscalía Federal del Distrito Este de Nueva York de participar en un esquema de apuestas ilegales, es una radiografía del descalabro moral que acompaña a una parte del éxito moderno. Dos atletas que lo tenían todo: contratos millonarios, reconocimiento, futuro asegurado. Clase, con una extensión de 20 millones de dólares firmada en 2022; Ortiz, con un salario de 820 mil al año. Y aun así, decidieron jugar otro tipo de partido: el de la trampa, el del dinero rápido, el del ego que siempre quiere más.
¿De qué sirve llegar a la cima si no se aprende a habitarla? Lo trágico no es que apostaran —eso es solo el síntoma—, sino que perdieron el norte. Quisieron burlar un sistema que ya los premiaba con generosidad, como si la astucia valiera más que la disciplina, como si la inteligencia financiera se midiera por la trampa. Pero hay una miseria que no aparece en las nóminas: la del juicio.
Este episodio no solo ensucia un uniforme, también desnuda un patrón. Un país que produce talento, pero no siempre forma criterio; que celebra el éxito, pero no enseña a sostenerlo. Porque ser rico de bolsillo no te salva si la mente sigue en la pobreza de valores, en la impulsividad, en la creencia infantil de que nada tendrá consecuencias.
El dinero compra tiempo, comodidades y fama. Pero no compra cordura. Y cuando se olvida eso, los millones se vuelven espejismos: brillan un momento, y luego se apagan en el lodo de la vergüenza.
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